Ningún jugador es tan bueno como todos juntos
El momento de la batalla cultural por los animales ha llegado
La primera vez que estuve en una protesta por los animales tenía 20 años y fue en la puerta del Sol de Madrid. Una docena de activistas se desnudaron y llenaron sus cuerpos de pintura roja para denunciar el sufrimiento de los animales en la industria peletera. Hacía muchísimo frío, los transeúntes se detenían a curiosear, era el año 2008 y no existía Instagram.
Noa era una cachorrilla de pocos meses, la primera perra de mi vida. Tenía los ojos verdes y enterrados en una cara redonda sobre la que caía una hilera de rizos marrón chocolate. Y mientras me mordía los cordones de los zapatos pensé que sería capaz de cualquier cosa por evitar que le hicieran daño. Que la protegería de todo y de todos, y que no podría soportar que nada malo le pasase. Entonces se me vinieron a la cabeza todos los animales que no tienen a quien morderle los cordones, ni nadie que les proteja de todo y de todos. Pensé en los perros que esperan en los albergues, y en los visones y zorros despellejados que aparecían en las pancartas de los activistas en la concentración de esa mañana.
Le pedí a mi novio de aquel entonces el folleto que nos habían dado para buscar algún contacto. Encontré un correo electrónico y escribí para preguntar qué podía hacer para ayudar a los animales y cómo podía informarme sobre lo que iban organizando. Así empecé a acudir cada vez a más manifestaciones y conocí a personas increíbles que me enseñaron a comprender mejor el problema de la explotación animal, me ayudaron a hacerme vegana compartiendo información sobre el cómo y el por qué, y sobre todo me transmitieron la importancia de unirme al movimiento en defensa de los animales.
Aquellas personas formaban parte de Equanimal e Igualdad Animal, hacían investigaciones en granjas y mataderos, montaban talleres, organizaban proyecciones, mesas informativas, degustaciones, acciones de desobediencia civil, rescates abiertos y multitud de protestas para visibilizar el sufrimiento de los animales, todo en un contexto donde era extraordinariamente difícil colocar mensajes en los medios de comunicación y llegar a la ciudadanía. Pero lo lograban. Estas activistas y Noa me descubrieron una de las causas más justas, urgentes y necesarias de nuestro tiempo: la lucha por la liberación animal.
Desde entonces, no he parado de hacer todo lo posible y de poner todos los medios y herramientas a mi alcance al servicio de los animales. Tampoco he dejado de ver a otras personas dejarse la vida y los ahorros o poner en riesgo su integridad física, su libertad y hasta su salud para ayudar a los animales.
Hoy te escribo con 37 años y el mundo es otro. No me atrevería a decir que significativamente mejor, desde luego no para los animales. En estos años hemos visto multiplicarse las opciones veganas en restaurantes, tiendas y supermercados; y esto es crucial para facilitar que más personas encuentren sencillo y accesible mantener unos hábitos cotidianos respetuosos con los animales. Te lo dice una que se hizo vegana cuando solo había leche de soja o avena en los herbolarios y solo había una hamburguesa vegetal en toda la ciudad de Madrid.
Hemos visto mejorar un poquito algunas leyes, prohibir un puñado de prácticas extremas, el sacrificio de animales en las perreras o costumbres como tirar cabras desde campanarios. Sin embargo, hoy matamos cada día a muchos más animales que entonces. La población humana no para de crecer, ni su empeño por mantener una alimentación llena de productos animales. El mundo empeora más rápido de lo que somos capaces de evitar.
Una de las razones por las que dejé la política fue la exclusión de los perros de caza de la Ley de protección de los derechos y el bienestar de los animales. No la única, pero posiblemente la que tuvo más peso para tomar la decisión. Más allá de los aciertos y errores de los políticos y partidos, para mí la clave fue darme cuenta de que la pelea iba de algo que parecía superado. Que estábamos asistiendo a un retroceso en primera persona.
No estábamos discutiendo por una ley que prohibiera la tauromaquia, ni que garantizase protección o derechos para los pollos, los cerdos o peces, ni siquiera hablábamos sobre los zoológicos, los delfinarios o las granjas peleteras: estábamos discutiendo si proteger o no a los perros de caza. A los perros. A la especie más querida por la sociedad (con permiso de los gatos), y en concreto, a los más expuestos a peligros y maltratos. A los que además ya estaban protegidos en la mayoría de leyes autonómicas.
Estábamos peleando por los perros de caza porque los partidos políticos, que no se juegan los votos si no les salen las cuentas, echaron las suyas y les venía mejor complacer a los cazadores. Intereses políticos, económicos, el poderoso lobby de la caza. Nos ganaron. No conseguimos juntar más peso social, no logramos que la ciudadanía se echara las manos a la cabeza, no logramos reunir más capital político que los cazadores, y esa es la verdad.
Esto habla de ellos pero también habla de nosotros. Y no hacer un análisis realista de nuestra precariedad y fragilidad como movimiento, solo nos conduce a más precariedad y fragilidad.
Por eso cuando llegó el siguiente ciclo electoral tuve que hacerme una pregunta: ¿Dónde seré más útil para los animales? Mi análisis me llevó a la conclusión de que podría hacer cosas más significativas en la calle que en las instituciones. Porque quedaba demasiada pedagogía por hacer, porque faltaba demasiada concienciación social si acabábamos de perder a los perros de caza. Y me salí para volver al activismo.
En estos casi dos años no he dejado de hacerme preguntas, de leer, observar, escuchar e intentar desentrañar los desafíos de época que enfrentamos para defender a los animales. De momento, solo tengo dos cosas claras y quiero compartirlas contigo hoy.
La primera es que necesitamos levantar una batalla cultural por los animales.
Una batalla cultural que no renuncie a nada, que no deje huecos: tenemos que ocupar todos los espacios. No importa lo que a ti o a mí nos guste más o menos, necesitamos gente que se mueva por los animales en todas partes: en la política, en las empresas, en la escritura, la pintura, las artes escénicas, la fotografía, la cocina, la investigación, el periodismo, en la comunicación, en la innovación tecnológica y en la ciencia. En otros movimientos sociales por la justicia, en el derecho, en la economía, en los negocios, en las conversaciones de los bares y en todos los espacios de internet.
Necesitamos gente que sepa mucho y que sepa poco, gente muy comprometida, gente que ayuda en lo que puede y también a la gente que puede o quiere hacer poco y de vez en cuando.
Una batalla cultural significa construir un sentido común favorable y que incluya a los otros animales, un paradigma, un marco de conversación pública donde quepan sus intereses. Pero sobre todo, un horizonte compartido, alcanzable y deseable al que dirigirnos como sociedad, necesitamos encontrar formas de hacer que la justicia y el respeto para los animales sean valores sociales generalizados. Que su defensa y protección obtengan el reconocimiento social que merecen. Esta titánica tarea no hay activista, ni organización, ni colectivo, ni partido que pueda hacerlo solo.
Los espacios que no ocupemos para avanzar a favor de los animales, los ocuparán otros para trabajar en contra.
La segunda cosa que tengo clara es que necesitamos detener con urgencia el suicidio colectivo en el que nos hemos metido. No nos podemos permitir seguir perdiendo activistas, triturar personas ni cerrar más proyectos.
Hasta la fecha, nadie ha dado con la fórmula mágica para terminar con la explotación animal, y seguramente muchas de las personas, campañas y organizaciones con las que no estamos de acuerdo tengan más razón de lo que somos capaces de ver.
No hay nada más contraproducente que la rigidez, el dogmatismo, las luchas de poder y el conflicto sistemático que va dejando cadáveres de compañeras y compañeros en el camino (eso sí, todo en nombre de la justicia). Te aseguro que se puede echar terriblemente de menos a la gente que peor te cae.
Distinguir la discusión política y estratégica del bullying es crucial. Crear una cultura que señale los comportamientos abusivos y las actitudes de matones de instituto, también. Necesitamos un plural muchísimo mayor y una conciencia colectiva más allá de nuestros colegas, de la gente que nos cae bien y de aquellos con los que estamos de acuerdo en casi todo. Nos estamos suicidando por matarnos mutuamente.
Claro que hay gente con la que preferimos no trabajar, personas que nos disgustan, heridas del pasado y proyectos que nos parecen equivocados y lo peor de lo peor. Para discutir y mejorar colectivamente necesitamos espacios de encuentro, jornadas, congresos, asambleas, reuniones y debates. Cuando no tenemos nada de eso, y no hay canales ni espacios adecuados, la crítica y el cuestionamiento encuentran sus propios caminos, como ríos desbordados de ira, frustración e incomprensión mutua. Y acabamos atomizados, repartidos en mil pequeños mundos sin relación, coordinación ni comunicación entre sí.
Yo propongo una solución de emergencia a esto: los pactos de no agresión. No agredir, no señalar, no utilizar tu fuerza contra quienes defienden a los animales desde otros lugares, enfoques y posiciones. Primero, porque esa fuerza se la debemos a los animales, para luchar contra el sistema gigantesco que les oprime y explota cada día sin excepción. Y segundo, porque a los animales, a pesar de los errores que las activistas y colectivos puedan cometer, no les irá mejor con menos gente, proyectos, campañas u organizaciones trabajando a su favor.
El otro día, en un bar, me pusieron un azucarillo junto al café con una frase que decía: “Ningún jugador es tan bueno como todos juntos”. Y al lado un retrato de Alfredo Di Stéfano medio borroso y como hecho a boli.
La verdad es que lo de “todos juntos” me sonó un poco naif y repipi, por eso aclaro que aquí no hablo de unidad, que en mi opinión es una idea demasiado romantizada, pero sí de respeto mutuo, conciencia y responsabilidad colectiva, y apertura a la cooperación.
Me quedé toda la tarde con ese runrún en la cabeza, pensando en cómo el individualismo humano y nuestra falta de conciencia colectiva nos hacen más débiles e ineficaces para ayudar a los animales. Me deprimí un rato, y luego me puse a escribir todo esto.
Por dejar unas ideas en la mesa y por los animales, claro.
Un abrazo,
Amanda.
PD: Me gustaría mucho saber qué piensas tú, puedes hacerlo en comentarios o responderme en privado a este correo.
Y con las aportaciones de Marta y Antonio añado una pequeña frase aclarando el tema de la unidad, porque creo que está sobrevaloradísima y no es lo que quería poner en valor :)
Tengo siempre sentimientos encontrados sobre el tema de la unidad porque, mirando hacia otras luchas, y esta también, se cometen muchos errores en nombre de el ir “juntos”. ¿Trabajo en equipo? Siempre. ¿Unidad? Eso habría que definirlo.
De lo que no me cabe duda en absoluto es que un movimiento que no debate y que no se transforma con el tiempo está llamado a desaparecer. Los espacios donde se debate deben ser también lugares donde haya transferencia de conocimiento y mucha humildad.